Llegar a una casa nueva es un marrón. Hay que pintar las paredes, colocar baldas, pegar papel de pared, arreglar enchufes, barnizar puertas, montar muebles, buscar la antena de televisión, colgar cuadros y un largo etcétera de pesadillas para las que una debe ejercer de manitas. Y eso no es fácil. O no lo es, al menos, para una torpe como la que escribe. Así que entenderéis que tenga un especial apego a aquellas ferreterías que me han ayudado a decidir sobre los mejores tornillos para una librería, me han enseñado lo que son las alcayatas o me han descubierto las bondades de la pintura monocapa. Todo esto y mucho más he aprendido en la Domènech, ferreteria casi centenaria que siempre ha estado allí: a dos pasos de mi casa y justo cuando más lo necesitaba. El lugar es una institución en el barrio y no en vano, tienen todo lo que hace falta para poner en forma la casa. Eso sí, ni pensar en coger el taladro al mediodía: cierran la tienda.