Por razones que no vienen al caso, algunas veces he matado aquí quince minutos que me suelen sobrar por la tarde. Me pregunto por qué he vuelto varias veces y la razón es que su localización me viene bien y que uno de los camareros fue bastante simpático una vez. Por lo demás, tiene muchas de las cosas que no me gustan en un bar: cabezas de toro colgadas en las paredes, serrín y papeles por el suelo y varios barreños con morcillas, torreznos y aperitivos no identificables sobre la barra. Detrás de la misma, una especie de horror vacui elaborado a base de carteles, anuncios, colgantes y otras cosas en las que no pude fijarme por falta de tiempo. Ésta es el área de acción de la camarera de los lunes que, hasta el otro día, creí muda, pero resultó ser extranjera. Sirven comidas y tienen menú de mediodía, pero de esto no tengo ni idea, con lo que no lo considero en mi valoración. Aquí me tomo por 1,30 € un café cortado cuya intensidad y amargura me llega hasta el tuétano y consigue que mi hígado de una vuelta de campana. Éstos son los caprichos fruto de mi actual rutina: puro masoquismo que me anima entre trabajos en las tediosas tardes de invierno. Sin embargo, creo que voy a explorar un poco más la zona o a comerme una manzana en el coche, que puede que sea más saludable.