A las niñas, antes, nos enseñaban a coser. En el cole tenías una asignatura que se llamaba«Corte y confección», que pretendía introducirte en el mundo de las vainicas dobles, los zurcidos y las canastillas de bebé. Y ahí nos tenías a todas: con nuestra batita de rayas azules, dale que te pego al dedal y a la aguja. En la mayoría de los casos, los álbumes recopilatorios de nuestros trabajos eran fruto de los desvelos de nuestras madres que con un «anda, trae p’acá», nos liberaban de la servidumbre de los hilos de colores y nos hacían unos bordados lagarteranos dignos de enmarcar y que(no podía ser de otra forma) nos proporcionaban notables y sobresalientes que ellas miraban con orgullo. Por eso, cuando empezaron a verse tiendas como esta, en la que te hacen dobladillos estupendos, te ponen cremalleras o te arreglan la ropa, mi madre se llevó las manos a la cabeza. Aseguró que era un negocio de lo más tonto. Yo me llevé también las manos a la cabeza y aseguré que era todo un invento. Desde que existen, mi costurero es su tarjeta.