Iba yo corriendo como alma en pena buscando a alguien que me arreglase los bajos de mis pantalones. Había intentado abusar de la confianza de varios conocidos y conocidas, pero no tuve suerte. La gente normal sabe coser o al menos tiene unas mínimas nociones… ¡los cojones! Con mi santa madre a más de mil kilómetros erea imposible que a las 20:30 encontrara alguien que me arreglase esa misma tarde los pantalones del trabajo. Por fortuna pasé al lado de un local minúsculo donde había un hombre con una máquina de coser entre montones de ropa alrededor amontonados como buenamente se podía. No dudé en entrar a pesar del olor a curry sudado y a cerrado, pues el local a penas contaba con diez metros cuadrados. Allí le rogué en Spanglish(pues el señor no dominaba el castellano) que me arreglase en ese momento los pantalones. Tras convencerle en un idioma amorfo que diese prioridad a mi encargo aplazando los demás, le llevé otros pantalones de referencia y en cinco minutos me lo arregló con la mejor de sus sonrisas y me cobró cuatro euros sólamente. ¡¡Vivan los negocios de inmigrantes!