Centro Aragonés

Subí aquellas escaleras, un poco por probar, porque vi en la calle un cartelón que me hizo entender que arriba había un bar. Entré a un local enorme, parado en otra época, en otro lugar de España, con abuelos nostálgicos de su tierra que celebraban con normalidad aquel coto privado de folklore. Las cortinas tapaban la tarde exterior, disimulaban Barcelona.
Así que esto es una casa regional, me dije. De modo que me senté en un butacón, pedí un trina, saqué un libro y empecé a leer. Al rato, se sentó a mi lado un tipo setentón, traje impecable, cabello y bigote teñidos, demasiado repeinado, demasiado afeite, como Dirk Bogarde en Muerte en Venecia cuando la cosa se pone fea. Después llegó otro setentón, éste más sobrio en el vestir pero mucho más amanerado en el gesto. Empezaron a charlar, y el recién llegado le mostraba fotos al del bigote, postales de una ciudad hundida en la noche de los tiempos, fotos del Paralelo donde él era bailarín con una de las grandes vedettes del Molino. Olía todo a armario, a coñac barato y a folklore, aunque todo mucho más barcelonés de lo que pensé al entrar. Cerré el libro, me acordé de la hermana de mi abuelo que era portera en la plaza España y abandoné el Centro Aragonés.
Unos años más tarde volví un mediodía a comer. Me llevó una buena gente con la que nunca salgo, de modo que lo que para ellos era un clásico, para mí era un lugar casi desconocido, excepto por la tarde con los dos viejos. Era una planta más arriba que donde la otra vez, en un ambiente igual de extraño aunque con más aroma a local social: estábamos solos con un camarero que nos trataba con familiaridad, casi con compasión. Él no servía a clientes, servía a los suyos, a los maños del centro. Comí bien, normal, como en la casa de la abuela de otro, y casi tan bien de precio. Y al salir, al traspasar el umbral y volver al exterior, se repitió la sensación de la primera vez, la del viaje en el tiempo a una ciudad que no es la mía. En todo caso la de mis abuelos.

De entrada tengo que decir que soy devota de las casas y hogares regionales: son templos de la buena comida (a veces un poco de batalla, también es cierto) y un bálsamo para los pequeños bolsillos. Probablemente el Aragonés sea de los mejores de Barcelona tras el cierre del Extremeño. Te puedes tomar una cerveza por poco más de 1 €, eso debería ser razón más que suficiente para una visita obligada si estás por la zona. La comida es casera con todo lo bueno y lo malo que conlleva el asunto: abundante, grasienta y exquisita. Personalmente recomiendo las bravas. Los camareros son bastante jóvenes muy enrollados, algo no muy común en este tipo de locales que suelen parecerse más asilos de ancianos activos. Se ha puesto relativamente de moda en el útimo año y medio es normal encontrarte a gente joven que, habitualmente, acaban volviéndose asiduos.

Hay alguna casa autonómica en Barcelona que tiene interés para el público, más allá de sus paisanos, y esta es una de ellas. Situada en una esquina muy céntrica, su menú de mediodía, a 8,50 euros con dos platos, postre y bebida, es una buena opción para escapar de la homogeneización de buena parte de la zona. Si no es hora de comer, también podemos tomarnos un café, un refresco o una cerveza la mar de a gusto. Además, el edificio tiene encanto, con sus aires mudéjares propios de la región de sus impulsores. Personalmente y en igualdad de condiciones, prefiero hacer gasto en un local asociativo de este tipo que no en un negocio cualquiera regido únicamente por intereses comerciales.