Varium

En un patio de villa romana, justo después de franquear el portal bajo el rótulo del antiguo cine Breton y subir las escaleras de entrada al lugar, diez o doce bellas jóvenes, sudadas y en ropa de deporte, conversan en catalán, en italiano o en francés, y almuerzan frugalmente antes de volver al tajo. Al entrar allí un amigo y yo nos sentimos observados por las bailarinas, como se sentiría observado un pulpo en un garaje, lo que nos empuja a preguntar por su novia, que también recibe clases en Varium. Nos mandan a recepción, donde la mujer que allí trabaja sale a preguntar qué queremos, sin poder esconder una cierta alarma por nuestra presencia. Entiendo que hemos penetrado en el templo de una secta grecorromana, de vírgenes dedicadas en cuerpo y alma al baile, que no han visto a nadie del exterior desde que sus padres las dejaran en adopción a la Gran Sacerdotisa del lugar. Mis fantasías se acaban cuando aparece la novia del colega, también en ropa deportiva, también sudada, y más sorprendida aún que el resto. Al fin y al cabo estamos en un centro de trabajo corporal, con tintes paradisíacos para los de fuera pero de prestigio para los que saben de qué va el asunto.