Farfalina

Un sitio pequeño pero comodo si no vas en hora punta. La propietaria es muy agradable y la comida tiene ese toque casero q además de llenarte el estómago a un precio razonable te da la sensación de comer sano. Todo muy rico, sobre todo me gustaron sus ensaladas.

Un local muy simpático y original, por la forma y por el tamaño. Es un bar en miniatura –hasta el punto que a uno le gustaría estirarle de los mofletes-​, pero con mucha personalidad y con mucho gusto. Es interesante pensar como una cosita que ocupa tan poco espacio puede llamar tanto la atención. Al pasar por la calle los ojos se te quedan fijados en ese ventanal que sobresale, interceptando la trayectoria del peatón. Una vez dentro, uno no puede sentirse más recogido, y aunque no hay una chimenea, es como si la hubiese, de lo cómodos que nos sentimos. Es lo que tienen las dimensiones reducidas, que multiplican la calidez, y sin embargo, el espacio, gracias a los ventanales, respira muy bien y establece un diálogo permanente con el exterior. La comida en la Farfalina es bastante elaborada, tanto los desayunos como las comidas. Uno diría que con tan poco margen de maniobra, a nivel físico, se limitarían a lo más esencial, pero muy al contrario, aquí se pueden encontrar incluso virguerías, todo preparado con mucho gusto, con el objetivo de seducir a los ojos tanto como al paladar.

Pequeñísima cafetería-​tetería que suple muy bien su falta de metros cuadrados con una distribución y decoración muy agradable y funcional. Si consigues sentarte en una mesa confortablemente, podrás entonces probar algunas de las pastas, minibocadillos o sandwiches que sirven con mucho esmero y vocación refinada. También como opción de eso que se ha venido a llamar como brunch, la Farfalina saca partido a la marquesina de cristal que se asoma a la esquina para inundar de luz balsámica nuestros desyunos de invierno.

El Farfalina es literalmente como una caja de cerillas. O bien, y visto desde una óptica quizá más romántica, cómo una casa de muñecas, como un juguete. Exactamente he contado cuatro mesas (en las que caben dos platos, no más) separadas entre ellas por escasos centímetros y cuatro taburetes pegados a una diminuta barra.
En este reducidísimo espacio se sirve café, refrescos, bocadillos, chili con carne y queso, ratatouille y hasta un menú diario por siete euros con noventa. Francamente, admirable, se mire por donde se mire, tener el valor para servir y degustar todo esto en semejante espacio es para quitarse el sombrero. Encantador.